Vivir en la memoria: la liberación de Ana Gertrudis

Las siluetas sobre una mesa revelaron lo que el corazón de un padre novohispano no se atrevía a confesar
Corría el 17 de junio de 1739. En la Villa de Santiago del Saltillo, cabecera de provincia en el septentrión novohispano, residía don Joseph Antonio Fernández de Rumayor, notario al servicio del rey. Hombre de modales recatados y figura siempre correcta, acostumbraba visitar a sus vecinos, saludando con afecto y saboreando el chocolate que le ofrecían en señal de estima.
Una tarde, hallándose en la casa de su compadre, el capitán Mathías, fue servido por una niña esclava de nombre Nicolasa.
Mientras la menor llenaba su taza, don Joseph, absorto, detuvo su mirada en la sombra que proyectaban sus manos blancas y suaves, junto a las de Nicolasa, morenas y ásperas, ambas reflejadas de la misma forma sobre la mesa de pino.
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Aquella escena, tan simple como poderosa, le cimbró el alma. Sin despedirse, se levantó con apremio y corrió hasta su casa, donde encontró a su pequeña esclava, Ana Gertrudis, de apenas cuatro años, tejiendo ixtle bajo los membrillos del huerto.
Don Joseph se aproximó, se hincó con vehemencia rasgando su fino pantalón de lana, y tomó entre las suyas las manitas de la niña: eran blancas como las de él, pero ásperas como las de Nicolasa.

Con el pecho oprimido por una culpa, la condujo de inmediato a casa del escribano público don Ángel de Robles. Ahí, en solemne testimonio, proclamó su voluntad de otorgarle la libertad, invocando “justas causas” para este acto que, para muchos, resultó extraño e inexplicable.
El hecho corrió de boca en boca, despertando murmullos y asombro. En un pliego de papel de tersas fibras, don Joseph escribió de su puño y letra:
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“Le he promovido su libertad de la sujeción y cautiverio por el mucho amor que le tengo”.
Años después, cuando el tiempo ya había borrado sus pasos, el viejo documento salió a la luz entre los baúles del archivo del Saltillo. Fue entonces, al leerse entre líneas, cuando se reveló lo que don Joseph había callado con celo: Anita no solo fue su esclava, sino su hija. Y fue la sombra, callada testigo la que, con la forma exacta de unas manos, le susurró la verdad que su corazón ya sabía.