La tribu del polvo: Paco Galindo, de jinete de toros a juez internacional

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Esta es la historia de cómo un muchacho llegó a ver lo que nadie más ve en la arena, mientras ayuda a que nuevas generaciones no solo lleguen lejos, sino que aprendan a quedarse

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/ 7 junio 2025

En serio que en aquellos años todo era monte. No se hablaba todavía de una tribu del polvo.

Monte más allá de la tierra baldía y los vientos salvajes y la gentil bravura de la gente de estas tierras. Monte en el sentido de que todo lo que hoy conocemos estaba apenas tomando forma, monte porque pesaba más la herencia de la sangre que la imagen de un futuro amable, monte porque tenía uno que echarse andar en el campo, más allá del campo.

¿El sombrero te cubre bien la cara bronceada del tosco sol? ¿Llevas las botas bien puestas?, ¿irás a caballo? Allá, donde todo es monte, más allá del campo, siempre hay que ir a caballo.

Y también había que abrir camino. Perderse allende las casas y los rumores de las gentes. Cabalgar. Aprestar el paso. Mirar lejanas las tolvaneras como espejismos del desierto. Beber agua. Un buen plato de comida. Dar una buena cara a quien se cruce por el camino, darle el gesto de mejores amigos incluso al desconocido, y aventarle con voz de agua dormida una bendición para que el de arriba no lo olvide.

Alla en el monte, aquí en la vida, tenía uno que caerse varias veces para encontrarse. Y entonces —si la vida es tan buena como Dios promete— hacerse uno mismo un hombre bragado de corazón suave, manos duras, espíritu preñado de fuego y boca justa.

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$!Paco Galindo se aferra al lomo del toro con el cuerpo en tensión perfecta, mientras la tribuna observa en vilo. Lo que para muchos es espectáculo, para él era destino.

Quién sabe si eso último lo piense don Francisco Javier Galindo Gutiérrez de sí. Yo creo que no. Porque la gente como él —los que no encajan con esas palabras de arriba tan engorrosas y son más raza— no se andan con cosas de la vanidad.

Son como son porque hay que serlo. Porque sí. Porque así les enseñaron y porque nace. Al primer trato se les nota. Donde van, siembran amigos, abren brecha, hacen oficio y también desmadre. Porque una cosa no está peleada con la otra.

Paco nació como el menor de una familia de cinco hermanos cuando se estaban terminando los años 60 en la calle de General Cepeda, en Saltillo, Coahuila.

$!Paco Galindo posa sin adornos, con la mirada directa y la camisa de geometrías vaqueras. Así como ve el ruedo: sin adornos, sin pretextos, con la dignidad de quien ya se cayó muchas veces, pero nunca se dobló.

Algunos dicen que el cielo era más azul y más extenso entonces. Pero quienes como él están acostumbrados al rancho y a las montas, no le hacen mucho caso a esas nostalgias de postal.

A este hombre siempre le gustaron los animales, pero en cosas de jinetes empezó yendo a ver a su hermano Fernando montar. Primero miraba. Había más muchachos de esa generación. Después, inevitablemente, se subió.

$!A la izquierda, Fernando Galindo, el primer ídolo. A la derecha, Paco, en sus años mozos. Estas fotos no se tomaron por estética: se tomaron para dejar constancia. Para que el polvo también tenga rostro.

Su primera monta fue en 1981, en el Lienzo Charro del Rayito. Un chamaco trece años. Le tocó una mula pony. Salió volando. Cayó de cabeza. La imagen quedó registrada: Paco abajo, la mula arriba. La foto fue portada de Toros y Charros. Él dice que desde ahí se picó.

Al principio, montaba caballos prestados. Se acercaba a los dueños. “Se lo cuido, señor.” “Se lo enfrío, señor.” Les digo que así empezaban los que no tenían animales propios. Imagínatelo, a Paco de chiquillo. Era la forma de ganarse el derecho a estar cerca del ruedo. Más adelante, su hermano tuvo caballos. Después, él también. Y pues qué fácil dirían todos, ¿verdad? Ya con eso la armas. Pero no.

Antes no había entrenadores. No había clínicas. No había categorías ni rankings que puedan consultarse en internet ni harto circuito en hartos países al mismo tiempo. Se montaba cuando se podía, donde se podía. En lienzos ajenos. En los huecos que dejaba la charrería porque los dueños de los equipos te daban facilidades si estabas en sus equipos. Esa es la diferencia entre practicar todos los días o nomás un ratito el fin de semana.

$!La tribu del polvo: Paco Galindo, de jinete de toros a juez internacional

Mucha raza, dice Paco, se mentí a la charrería aunque no les gustara, para poder jinetear más tiempo.

Paco salía entonces de su casa con nada más que con el beso y la bendición de su madre. Punto. Directo a montar. A caerse. Lastimarse un poco. Levantarse y volver a intentarlo.

Era lo mismo para todos. El que aguantaba, volvía. El que no, se iba.

¿Qué lo mantuvo ahí?

Al arranque de todo esto fue la adrenalina. Ya ven esa cosa del cuerpo que te pone como cuete y da fuerza de sabe donde. Después fue la disciplina, sin la que es imposible avanzar en cosas del ruego. El roce con el animal. Más grande se mantuvo por esos segundos de conexión sagradamente endiablada que nomás conocen los que montan. El cuerpo en un estado único.

Pero hoy, a sus 56 años, cree que es porque toda la fiesta del rodeo, la jineteada, andar como dice de pata de perro, se trata de los amigos que haces en el camino y el amor de la familia. Esto es, en sus propias palabras, “una adrenalina mejor y más lenta”.

$!Una postal casi mítica del coraje vaquero: Paco Galindo, suspendido entre el lomo del toro y el polvo del desierto, en una imagen que parece salida de una novela del Viejo Oeste. La silueta del jinete se funde con el cielo encapotado, recordándonos que el rodeo es también un duelo entre hombre, animal y destino.

Es cierto que esta es una charla de esas que brinca para todos lados, como toro encabronado, pero no hay que pasarnos al final tan de golpe. Al final, la tribu del polvo también se formó así: entre risas, raspones, caminos que se cruzan, y palabras que se entienden mejor cuando avanzan lentas y de a poquito.

ANTES APRENDÍAMOS A PURO VALOR CIVIL

Antes el rodeo en Saltillo era simple y brutal: jinetear toros, jinetear caballos. Sin categorías, sin clínicas, sin instructores. Montabas contra quien estuviera, incluso si ese alguien era tu ídolo. Así le pasó a Paco: de chamaco tuvo que medirse con hombres ya hechos, tipos que le doblaban en edad y en huesos rotos. No había etapas ni filtros. Una sola categoría y que Dios reparta el equilibrio.

$!Después de todo, la alegría. Paco sostiene el sombrero con la calidez de quien ya no necesita demostrar nada. Esta imagen no es del juez, ni del jinete: es del hombre. Del amigo. Del que siembra y deja huella.

“Agárrate fuerte, clava la barba, aprieta las piernas y suerte”, era el resumen didáctico de la época. Lo demás lo enseñaba el suelo. Porque uno no aprendía a jinetear, dice riendo, aprendía a caer. A aguantarse. A no gritar cuando el hombro salía de su lugar. A amarrarse la mano rota con cinta. A volver sin chistar. Ese tipo de “enseñanza” la recuerda como aprender a puro valor civil.

Paco recuerda así una clase de jineteo que le dieron en su juventud: duró veinte segundos. Lo soltaron sin más. Ahora, en cambio, ve clínicas de tres días donde los muchachos aprenden con toneles, domis, videos, instructores que saben explicar. Gente que nunca había montado un caballo, saliendo con técnica y postura. Dice que eso es bueno. Que se ha avanzado. Que ya no todo es a punta de costillazo.

Desde hace seis años hay un convenio con High School en Estados Unidos. Y desde hace más de una década existen ligas juveniles en México. Hoy hay escuelas para cada disciplina. Hay seminarios de jueces, entrenadores certificados, materiales didácticos.

$!¿Qué gestos hace un juez a la distancia?

Y también hay papás en las gradas, grabando a sus hijos. Animando. Gritando. Antes, la familia se quedaba en casa rezando. Hoy están en el ruedo, presentes. Y eso, dice Paco, es otro tipo de valor civil.

La diferencia no es solo numérica. Aunque sí: el primer campeonato nacional de la Federación, allá por el año 2000, tuvo apenas 140 competidores. Hoy llegan más de mil doscientos. Se multiplicaron los participantes. Pero también las disciplinas. Y los niveles. Ya no hay una sola categoría: ahora existe juvenil menor, juvenil mayor, categoría abierta. Hay escalones. Hay estructura.

Y sin embargo, el riesgo sigue intacto. Porque los toros también cambiaron. La genética mejoró. Hoy son más fuertes, más veloces, más broncos. Han crecido más los toros que los jinetes. Y eso lo dice Paco sin rencor, pero con una ceja alzada. Como quien ha visto cómo se reparte la fuerza en este nuevo juego.

Cuenta que cuando eran chamacos y alguien decía “mañana hay rodeo”, todos sabían lo que significaba: cargabas tu moral, tu sombrero, tus dudas. Y salías a montar. En alguna ocasión, se organizaron para entrenar una chata de novillo.

El campeón nacional Valeriano Robles iba a darles clases. El primer día salieron todos golpeados. El segundo día, Valeriano avisó que iba otra vez. Le dijeron que ni se molestara. “Estamos todos tronados.” Y se canceló el intento.

Hoy eso suena absurdo. Hoy los instructores usan sistemas. Corrigen. Enseñan. No es “tírate porque tírate”. Es paso a paso. Movimiento por movimiento.

SIEMPRE EXISTE UN ÍDOLO VAQUERO

En la portada “The complete western stories” de Elmore Leonard aparece un caballo con su jinete y el lazo en lo alto. No es alguien famoso. No tiene nombre. Ese vaquero representa el ídolo del viejo oeste que sobrevive hasta estos tempos en forma de jinete.

$!Elmore Leonard, el narrador de los márgenes del oeste, reunió en este volumen sus cuentos más duros, concisos y cinematográficos. “The Complete Western Stories” es una travesía por los llanos polvorientos y las tensiones morales del viejo oeste, contado por un maestro de la prosa seca y la construcción de personajes que respiran con código propio.

Paco dice que la figura del ídolo vaquero es importante porque siempre hay uno. Siempre son esas figuras por las que se anima uno a hacer todo esto.

En su caso, el primero fue su hermano Fernando, luego aquel grupito de Saltillo que se fue a montar al Super Bowl del Río: Pedro Antuna, Pacheli Ramos... y uno que no recuerda. Es más, confiesa que nomás porque andaban ellos allá, ya los consideraba leyendas. Después supo que había rodeos mucho más grandes, pero eso no le quitó lo heroico al gesto.

También tenía pósteres. En la pared de su cuarto estaba Don Gay, ocho veces campeón mundial en jineteo de toro. El único. El mejor. Y en México se hablaba mucho de Chuy López, de León, Guanajuato. A ese sí lo alcanzó a enfrentar. Montó contra él. No lo venció, pero tampoco se dejó. Y eso, cuando vienes del monte, es una victoria.

$!Don Gay, leyenda viva del rodeo, en plena acción durante una de sus icónicas montas. Considerado uno de los más grandes jinetes de toros en la historia de la PRCA, Don redefinió la excelencia con ocho campeonatos mundiales a lo largo de su carrera. Su estilo y temple marcaron a generaciones enteras de vaqueros.

No quiero poner palabras en su testimonio. Pero antes, cuando hablaba de la efímera sesión de 20 segundos, Paco se refirió a Gerardo Venegas como “para mi gusto, el mexicano más destacado en jineteado de toro en la historia del país, que estuvo cinco o seis años en las finales de PBR”.

$!Gerardo Venegas —referido por Paco Galindo como “el mexicano más destacado en jineteo de toro”— se prepara para la monta mientras la tribuna de vaqueros observa con expectativa. La escena capta ese instante exacto en que todo está por suceder: tensión, precisión y respeto mutuo entre jinete y animal.

Alguna magia evocará también ese nombre. Y es que los ídolos se vuelven brújulas. Faros. Retos. Se les mira desde abajo. Y un día, si hay suerte y suficientes costillas sin romper, se les puede mirar a los ojos.

EL VIEJO SALVAJE TE LLEVA A DONDE DEBES ESTAR

Uno no se hace jinete en un solo día. Tampoco se decide de golpe. Es más bien como el viento que sopla desde lejos y empieza a cambiarte el paso sin que lo notes. Paco dice que no fue una decisión. Fue un grupo de amigos. Una prepa. Una mochila. Y una ruta marcada por rodeos en San Luis, en La Laguna, en La Leona de los Flores, en San Buenaventura, en León, en Chihuahua. Ir y venir. Montar y esperar. Dormir poco, reír mucho. Repetir.

En Saltillo se armaban dos bandos: los del Superocho y los de Obregón y Múzquiz. No era rivalidad, era hambre de ruedo. Se pasaban el dato: “Hay rodeo el domingo”. Y entonces empezaba el éxodo. A veces en camión. A veces en tren. De madrugada, a las tres. Nada de camarotes ni boletos numerados.

$!A la vieja usanza. Con un leve gesto, Paco ajusta su sombrero. Es un acto pequeño, pero simbólico: respeto al ruedo, a la historia y a los que ya no están. Así se saluda en la tribu del polvo.

Uno iba como pudiera: encaramado en el pasillo, recostado sobre la maleta, a ratos dormido con el sombrero por almohada. Y si había suerte, junto a la ventana, con la cara entumida por el aire frío que se colaba en los túneles de la madrugada.

No siempre regresaban al día siguiente. A veces no regresaban en semanas. Se quedaban en el rancho de don Adelfo López, allá en San Luis Potosí. Montaban, nadaban, comían lo que había, ayudaban si se necesitaba. Dormían en catres viejos o bajo los mezquites. La rutina era mínima. El entusiasmo, máximo.

Vivían entre el pasto y el polvo, con la sensación de que la vida estaba bien, justo como estaba. Era libertad vaquera, pero también entrenamiento. Sin saberlo, ya estaban endureciendo el cuerpo y afinando el temple. La disciplina se disfrazaba de juego.

Ahí, entre bajadas de caballo y partidas de dominó, se le fue quitando la duda a Paco. Y se le fue pegando el polvo. Ya no era solo por el gusto. Ya no era para quitarse la curiosidad o por imitar al hermano mayor. Era porque había algo de ceremonia en todo eso. Algo de pertenencia. Una forma de estar en el mundo.

Y aunque no había un papel que lo dijera, Paco ya se estaba volviendo jinete profesional. No por el dinero, ni por el prestigio, sino porque ya no podía no hacerlo.

Y como le pasa a muchos que de tanto jugar acaban conociendo las reglas, a Paco le entró el gusto por entenderlo todo. Si había que juzgar, que fuera sabiendo. Primero fue en la charrería. Luego en el béisbol. Y luego, claro, en el rodeo. “Siempre me gustó saber las reglas de lo que juego”, dice con una claridad que no necesita explicación.

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Una vez, en Cryco —un lienzo perdido por Santiago, Nuevo León— faltaba un juez. Paco estaba ahí. Le preguntaron si podía ayudar. Ayudó. Y como pasa con las cosas que están destinadas, no volvió a ser el mismo. Le gustó. No solo el acto de calificar, sino la precisión que exige. El ojo entrenado. La memoria del reglamento. La toma de decisiones en segundos. La mezcla rara de autoridad y humildad. De saber más y, aun así, dudar siempre un poco.

Siguió tomando seminarios. Aprendió a leer los movimientos, a anticipar errores, a ver lo que los demás no ven. Para el año 2000 ya era juez del Nacional. En 2006 participó en Barretos, Brasil.

$!La estampa que todos soñaron ser. Frente a esta figura colosal en Brasil, Paco se ve diminuto, pero su historia engrandece al jinete sin nombre. Porque detrás de cada sombrero hay polvo, caídas, costillas rotas y un amor que no cabe en bronce.

En 2009 fue Director de Arena. Más tarde, firmó un convenio con PRCA, la liga estadounidense.

$!Rumbo al corazón del rodeo mundial: Paco Galindo en Barretos, Brasil, en 2006. Aquel viaje marcó no solo una travesía internacional, sino el reconocimiento a su trayectoria como jinete, juez y embajador del rodeo mexicano. En la puerta del vehículo, el símbolo que cruzó fronteras: el jinete en eterno desafío.

Tomó los cursos, hizo sus dos “shadows” —ese acompañamiento silencioso donde uno ve sin intervenir, como fantasma que estudia el oficio—. Los aprobó. Y desde hace ocho años juzga en Estados Unidos. Ahí está. Con sus botas, su libreta, su criterio. Viendo lo que sucede entre el lazo, el toro y el jinete, cuando todo ocurre en menos de cinco segundos.

No lo dice con presunción. Ni con nostalgia. Lo dice con calma. Como quien sabe que su lugar en el rodeo cambió, pero no su raíz.

Porque al final, todo empezó con un tren a las tres de la mañana. Con un grupo de amigos. Con un boleto sin asiento y una moral llena de polvo. Y con ese amor inexplicable que algunos sienten por dormir en el campo, con el cielo por techo y el ruido de los caballos como arrullo.

SER JUEZ: VER LO QUE NADIE MÁS VE

A Paco le gusta saber las reglas de lo que juega. Lo dijo una vez hablando del béisbol, pero también lo ha dicho en los ruedos. Lo dice como quien prefiere entender el truco del mago antes que quedarse con el aplauso. Y lo repite, sin adornos, cuando le preguntan por su faceta de juez: “Es que me gusta saber lo que estoy viendo.”

Y ver, en el rodeo, no es lo mismo que mirar. Ver, en serio, es anticipar. Saber dónde está el error aunque nadie lo haya cometido aún. Distinguir entre un tropiezo del toro y un desequilibrio del jinete. Entre una patada decorativa y un reparo de alto calibre. Entre una lazada efectiva y una trampa bien ensayada.

$!Carta Blanca, Lienzo Charro del Huajuco, 1991. Paco vuela en el reparo con la firmeza de quien ya se sabe jinete, pero no juez. Años después, miraría esta imagen sabiendo todo lo que ocurre en esos cuatro segundos: intensidad, equilibrio, tracción, patada y destino.

En cada disciplina hay un mapa invisible. En el jineteo de toro, por ejemplo, se califica al animal en cinco conceptos: reparar, patear, cambiar de dirección, intensidad y dificultad. Cinco cosas que suceden en menos de ocho segundos. O en cuatro. O en tres punto nueve. Y hay que verlas todas. No una. No algunas. Todas.

Juzgar no es detener el tiempo, es entrar en él con precisión quirúrgica. En el curso para jueces americanos te lo dicen sin anestesia: “Estos doce pasos deben completarse en menos de cuatro segundos.” Y entonces enumeran: mira al cabecero, al portero, a la barrera, al novillo, a los caballos, a la cuerda, a la tracción, a la imagen final... y que no se te olvide respirar.

A la hora buena, no puedes mirar todo a la vez. Tienes que mirar en orden. Un segundo aquí, uno allá. Girar la cabeza solo cuando toque. Confiar en que la repetición —y solo la repetición— hará que todo encaje en su sitio. Es un ballet seco, sin música, con tierra suelta.

Paco lo practica mentalmente antes de cada jornada. Repasa cinco, diez lazos. Visualiza. Ajusta. Entra en trance. Como un francotirador de campo abierto que necesita ver la bala antes de dispararla.

$!Nombre del toro: El Conejo. Nombre del jinete: Paco Galindo. El ruedo es de tierra y las reglas son pocas. Aquí no hay edición ni dobles. Solo instinto, agarre y ese respeto mutuo entre bestia y vaquero que no se firma, pero se siente.

Porque si te adelantas, te equivocas. Y si te retrasas, también. No hay margen. El error no avisa. A veces es una puerta que no cerró bien. O un pedazo del suelo mal compactado. O una cuerda floja. Y cuando eso pasa, el jinete se cae, la jinete se lesiona, el toro se escapa, el tiempo se arruina, y los gritos empiezan.

Dicen que los jueces no tienen corazón. Es mentira. Lo que no tienen es tiempo para explicarlo.

A Paco le han tocado cosas rarísimas. Más de las que podría contar en una sola conversación. Tanto que en una clínica reciente, los instructores de PRCA. —una de las ligas más serias del circuito estadounidense— terminaron riéndose.

$!Esta es la prueba de esa primera capacitación impartida por la PRCA.

“¿A quién le pasa todo esto?”, preguntó uno, viendo un video mexicano donde todo lo improbable sucedía. “Pues a nosotros”, dijo Paco, con la parsimonia del que ya aprendió a no sorprenderse.

Porque así es este deporte: la pelota es un animal. Y con los animales no se puede planear. No hay guion que aguante. Por eso los seminarios son obligatorios. Cada año en Estados Unidos. Cada dos en México. No importa cuántas veces hayas juzgado. Tienes que volver. Aprender otra vez. Porque las reglas cambian. Los contextos cambian. Y el ojo se oxida.

Un buen juez, dice Paco, llega temprano. Revisa cajones, puertas, pisos, corrales. No se fía del orden aparente. Porque si algo sale mal, la culpa nunca es del que armó el corral. Es del juez. Siempre.

Y claro, la tribuna no perdona. Un error y te llueven insultos. En redes te dicen asesino, sicario. Te culpan por cosas que ni viste. A veces por cosas que no pasaron. Y sin embargo, hay que seguir. Sin dramatismo. Sin buscar aplausos. Sin esperar un “gracias”.

¿Sirve la tecnología? Sí, pero con condiciones. No se vale que te lleguen con un video grabado desde atrás, donde la línea que se cruzó no se ve. O con una foto del reloj sin jinete. O con una toma congelada del reparo número tres sin contexto de los otros siete. Paco cree en el video, pero oficial, certificado, con varios ángulos, sin edición. Que no se trate de cambiar el criterio del juez, sino de corregir errores de aplicación de regla. Para lo demás, dice, está la experiencia. Y la conciencia.

En Estados Unidos, los jueces de PBR —Professional Bull Riders— llevan audífonos. Tienen un botón para pedir revisión. Un juez en cabina ve 32 cámaras. Si hay duda, se revisa. Pero no cualquier duda. Solo las grandes. Las que deciden millones. Las que hacen historia.

Aquí en México se empieza a discutir. Hay sistemas de apelación. Se deja una fianza. Si tienes razón, te la devuelven. Si no, la pierdes. Así funciona. Pero no hay video aún. O no como debería. Hay voluntad, sí. Y hay talento. Pero también hay límites. Y mucho por construir.

Lo que queda, al final, es el ojo. El de Paco. El de los que se paran al borde de la arena, sin moverse, con la libreta en mano y el reglamento en la cabeza. El que ve lo que nadie más ve.

Y cuando todo termina, cuando el ruedo queda en silencio y las gradas se vacían, Paco se sienta un rato. Repasa mentalmente lo que pasó. No busca validación. No necesita una ovación. A veces, si algo salió mal, no duerme. Y si duerme bien, es que hizo su trabajo.

Así de sencillo. Así de complejo. Como todo lo que vale la pena en este oficio donde el peligro dura segundos, pero el juicio dura toda la noche.

LA TRIBUO DEL POLVO

A estas alturas, decir que Paco Galindo ha vivido el rodeo sería apenas una cortesía. Paco no lo ha vivido: lo ha habitado, lo ha tejido, lo ha sufrido y lo ha fundado una y otra vez en cada joven que jala la rienda con más fe que técnica, en cada juez que aprende a ver lo invisible, en cada error que no se repite porque él ya lo vivió antes.

El rodeo no es solo lo que sucede entre la puerta que se abre y el polvo que se levanta. También es lo que viene después: la crítica, la culpa, la soledad de las decisiones. Y ahí, donde muchos prefieren callar o salirse del ruedo, Paco se queda.

$!“Honor a quien honor merece.” La Arena Rodeo Los Flores rinde homenaje a Francisco Galindo por ser uno de los pioneros del jineteo en la región y por sembrar, a lo largo de décadas, la semilla del rodeo en México. El cuero con su rostro tallado guarda el espíritu de una tribu que no olvida.

Se queda leyendo el reglamento —una y otra vez, como quien reza con método—, se queda asesorando, escuchando, tomando llamadas desde Puebla o Chihuahua para revisar una lazada confusa o una decisión polémica. Se queda porque sabe que este deporte, por rudo que parezca, se sostiene más por la memoria que por la fuerza.

Y también se queda porque sabe que el error no avisa, y que cuando llega —ya sea por una cuerda mal colocada, una puerta mal cerrada o un video mal entendido—, no hay marcha atrás. Lo ha dicho muchas veces: “La pelota aquí es un animal. Y con los animales no se sabe qué va a pasar.”

Por eso insiste tanto en la preparación. En llegar temprano. En revisar los cajones, el piso, las barreras, los corrales. En no confiar en el orden aparente. Porque cuando algo sale mal, la tribuna no perdona. En redes sociales no hay compasión. Un solo fallo —a veces inevitable, a veces incomprobable— y el juez se vuelve verdugo. Las palabras que llegan no son debate, son sentencia: asesino, sicario, vendido. Nadie ve el esfuerzo de las horas previas. Nadie ve la calma que se necesita para no romperse.

Y sin embargo, Paco sigue ahí.

$!Durante varios muchos años, este fue el tesoro más valioso de Paco. Un reglamento de la PRCA de 2006 que no recuerda bien cómo consiguió, pero que sí le costó. Lo guardaba con celo, lo presumía con orgullo y todavía, en su despacho, lo tiene como una de sus más grandes joyas.

Sabe que la tecnología va a llegar. Que el video oficial, múltiple, sin edición, podría ayudar. Pero también sabe que no hay sistema perfecto. Que incluso con cámaras y VAR y pantallas gigantes, siempre habrá margen para el desacuerdo. Lo que defiende no es la infalibilidad, sino la honestidad. Que si se revisa algo, sea con protocolos claros. No con capturas sueltas de celular ni con ángulos que nadie pidió.

$!En 2015, como por suerte, Paco logró firmar con PRCA. Le dieron un reglamento firmado, cosa que fue como un sueño cumplido, considerando que por casi 10 años atesoró el libro de reglas de 2006.

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Y mientras eso se construye, él continúa haciendo lo único que ha sabido hacer con total naturalidad: dar lo que sabe sin pedir nada a cambio.

En su trayectoria ha visto cómo el rodeo pasó de ser un ritual casi secreto a un fenómeno con festivales, estaciones de radio country y jóvenes becados en universidades de Estados Unidos.

Ha visto cómo el deporte que antes solo miraban las familias desde lejos, ahora tiene a los papás en las gradas, grabando con el celular, llorando de emoción cuando sus hijos amarran el lazo justo a tiempo.

Lo que más le emociona, sin embargo, no es la moda vaquera ni los reflectores de las ligas mayores. Es otra cosa. Es saber que el camino que antes era de tierra suelta ahora tiene huellas firmes. Que ya hay muchachos que compiten en Barretos, en Las Vegas, en San Antonio. Que ya no van solo de visita: algunos quieren quedarse.

Y eso, para Paco, es todo. Ser parte de la tribu del polvo es que el camino se abra con las botas bien puestas y la frente limpia de orgullo. Es saber que la herencia no se presume, se carga. Que el polvo no es obstáculo, sino señal. Que uno no se queda por terquedad, sino por respeto. Porque alguien tiene que quedarse a cuidar el fuego mientras los otros cabalgan.

Porque cuando fundaron la Federación, cuando soñaban con la PCA o con los Juegos Olímpicos, él sabía que no lo vería pronto. Lo decía medio en broma, medio en profecía: “No me va a tocar a mí, pero a lo mejor a los hijos de mis compadres sí.” Y hoy, esos hijos ya fueron. Ya ganaron. Ya están allá.

Ahora el reto no es llegar. Es permanecer.

Que no se regrese el jinete después de dos meses porque no le fue tan bien. Que no se quede solo con las fotos del uniforme. Que no pierda el ritmo por volver a casa sin puntos. Paco lo ha visto muchas veces: el vaquero que no aguanta lejos, que extraña la tierra, que se enfría, que vuelve a empezar cada vez desde cero. “Ya llegamos”, dice Paco, “ahora hay que quedarnos.”

Y mientras lo dice, no hay nostalgia. Hay futuro. Lo dice con esperanza. Lo dice con firmeza. Lo dice como alguien que ya cumplió su parte, pero que quiere dejar el terreno limpio para los que vienen.

Porque sabe que el cuerpo se gasta. Que el jinete no es eterno. Y que cuando se acaban las montas, más vale tener algo que contar, algo que enseñar, algo que dejar.

En lo personal, Paco quiere llegar a la letra A. Ya está en la B. No quiere mudarse a Colorado ni vivir de rodeo en nómina, pero sí quiere —mientras pueda— seguir subiendo. Seguir ayudando. Seguir enseñando. Y si un día ya no está en la directiva, da igual. Porque nunca lo hizo por el cargo. Lo hizo por el amor.

Y ese amor tiene consecuencias.

Dormir junto a un río. Recibir galletas de desayuno. Jinetear con 17 años en la Arena de los Flores. Ganarse amigos en 15 estados. Conocer a la tía Carmela de Durango, que los adoptó como sobrinos y los llevó a rodeos. Recibir lavadas de coco y risas de vaquero. Ser un amigo sincero para todos. Saber que donde vaya, siempre habrá alguien que lo abrace y le diga: “Aquí tienes casa.”

$!¿Qué carga Paco en su mochila? Estos son los tres indispensables. Los lleva a todos lados. Y como las fechas lo indican, cada tanto, algunos cada año, toca renovarlos.

Esa es su mayor medalla. Su mayor premio.

Y si al final de esta historia hay una frase que le pertenece, quizá no sea épica ni de bronce. Pero es limpia. Es justa. Es de rodeo:

“Las oportunidades ya están. Hay que aprovecharlas. Porque un día, ya no se puede montar. Y entonces hay que tener algo más que contar.”

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Allá donde todo era monte —más allá del campo, más allá de los mapas, más allá incluso de las certezas— Paco Galindo aprendió a cabalgar con la paciencia del que no quiere llegar pronto, sino llegar bien.

$!No es algo que Paco presuma. Es más, le da cierta vergüenza. Por la frase. Por lo que implica. Lo que no sabe, o más bien lo que no le gusta reconocer, es que algunos lo consideran sí. El mero mero.

Y ahora, con los años encima y el polvo en la memoria, no tiene prisa por bajarse del caballo. Porque entendió que el rodeo no se acaba cuando se cierra la puerta del cajón, sino cuando se olvida la ruta.

Y mientras haya alguien que recuerde cómo se abre camino entre la maleza —con las botas bien puestas, el gesto franco y el corazón bragado—, el monte seguirá vivo. Aunque ya no lo parezca. Aunque ahora lo llamemos de otro modo.

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