Es claro que una de las características relevantes de la cocina norestense es el fuego abierto y la parrilla. Muchos de nuestros platos en estas tierras se cocinan a la vieja usanza. Con leña y a fuego directo era como muchos platillos tradicionales eran elaborados por nuestras madres y abuelas.
En este mes que festejamos a las mamás, quiero rendir un tributo a todas esas señoras que pasaban horas frente a la lumbre, haciendo frijoles charros, arroz rojo, los guisos de carne y chicharrón en salsa verde y otras delicias.
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Se la pasaban atizando la lumbre para hacer un rico puchero o un caldito tlalpeño, con su pollito, garbanzos, aguacate y todas las demás ricuras que contiene.
En aquellos comales enormes las mamás pasaban toda la mañana haciendo los testales para pasarlos al calor, de donde se formaban aquellas tortillas grandes e infladas de harina. Recuerdo con cariño cómo mi mamá nos las aventaba a una canasta, y sin dejar que se enfriaran, les dábamos una “embarrada” de mantequilla o nata, un poco de sal y para dentro.
Te comías tres o cuatro tortillas recién hechas, solo “para abrir boca”, antes de la merienda o la cena. Creo que una buena dosis de mi pasión por la cocina fue herencia de mi querida madre.
Los norteños nos preciamos de ser buenos para el asador y la parrilla. Que dominamos la lumbre mejor que nadie. Sin embargo, es digno decir que las señoras y las mamás de antes, eran quienes de verdad sabían dominar el fuego para cocinar.
Todavía existen algunas lindas madrecitas que no conciben el cocinar en una estufa de gas. La leña es su aliada y a todos sus guisos le imprimen ese rico toque ahumado, casero y confortante del fuego de las brasas.
Era una delicia ver cómo nuestras abuelas sabían dominar (y domar) la lumbre, a la vez que colocaban, en la misma parrilla, un sartén con huevos, una olla de frijoles con manteca de cerdo y una jarra de café de olla recién hecho. Todo esto sin dejar de estar amasando tortillas de harina para cocerlas en otro comal.
Eran capaces de alimentar un regimiento de hijos, nietos y agregados en la casa de los abuelos, sin dejar de platicar con todos, estar atentos a que todos comieran bien y que al final recogieran sus platos y limpiaran la mesa.
Viene a mi mente una ocasión en que, estando en la sierra de Arteaga, salimos a caminar en familia, hacía frío y de rato nos comenzó a apretar el hambre. A pesar de ser mediodía, la neblina nos cubría y ya estábamos incómodos y enfriados.
Pasamos por una de las lindas comunidades de la sierra y nos detuvimos a pedir agua en una casita. Para no hacerlo largo, acabamos comiendo con los inquilinos. Tenían una pequeña estufa de leña. Ha sido el pollo con arroz rojo más rico que he probado en mi vida. Ingredientes caseros, naturales y sencillos.
El sabor del campo y el humo que sazona la comida de manera especial. El calor de una buena brasa y todo el amor de una mamá que nos acogió como parte de los suyos.
Por tradición, los varones se van al asador a hacer la carne asada, pero las mamás nos regalaban siempre con platillos deliciosos hechos a la lumbre. Para el desayuno no hay nada mejor que degustar una machaca con huevo elaborada al fuego directo. Salseada, la prefiero yo. Pero los tamales “quemaditos” en la llama son también deliciosos.
El queso en salsa o las papitas con chorizo, todo abrazado por las “de harina” recién elaboradas. La salsita tatemada, elaborada con tomates, cebolla y chiles toreados en la llama, es la mejor del mundo. Todo esto siempre lo han hecho mejor las mamás y las abuelas.
Para la comida, el arroz rojo y el picadillo con papas, los guisos de cortadillo y chicharrón, la carne asada, la barbacoa y el cabrito en salsa. Todo esto y más lo sabían dominar con precisión las patronas del hogar. Todavía hay quienes se precian y tienen la fortuna de contar con ellas y degustar sus platos.
No conformes, nuestras madres terminaban la comida y le seguían con otras delicias: empanadas, galletas, pasteles, dulces de leche y de nuez. Se la pasaban las tardes haciendo postres y ricuras que no siempre eran por motivo de la Navidad u otros festejos.
Era por el simple hecho de su dedicación a la cocina y porque era su manera de expresar su amor hacia los suyos.
Bellos recuerdos de cocinas calientes por la lumbre, pero sobre todo cálidas, por el amor que ahí prodigaban nuestras madres con su destreza, cariño y esfuerzo, y que volcaban en cada plato. Amor puro convertido en alimento era lo que disfrutábamos.
Ojalá que las nuevas generaciones podamos regresar a esas lindas prácticas familiares, que refuerzan los lazos y fortalecen al núcleo humano por excelencia, que es la familia.
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Mi reconocimiento y admiración para todas las mamás, siempre abnegadas, siempre dispuestas, siempre atentas a las necesidades de sus hijos y familia. Que no sea solo el 10 de mayo que las festejemos, sino todos los días rindamos tributo a su incansable capacidad de amar.
Un beso y un abrazo eterno a la mía hasta el Cielo, que seguro estoy que algún día volveré a disfrutar de sus besos, tortillas y guisos. De su paella y su fabada. De los ricos buñuelos, la palanqueta de nuez y sus cajetas de membrillo y tejocote.
Saludos, ¡y que tengan muy buenos fuegos!
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