Vivir en la memoria: Los trigos de la discordia

La agresión a un pequeño pastor terminó en un juicio en el que, aunque se otorgó el perdón, al responsable le salió cara la afrenta.
En colaboración con el Archivo Municipal de Saltillo y el Archivo General del Estado de Coahuila
Villa de Santiago del Saltillo, 22 de marzo de 1679.
En una villa donde las noticias viajaban más rápido que el viento, un suceso vino a sacudir la calma. Todo comenzó una mañana cualquiera, cuando Nicolás, un niño de ocho años con más coraje que estatura, salió a pastorear las cabras de su familia. Lo hacía desde que apenas sabía hablar o empuñar una herramienta, con la naturalidad de quien hereda no sólo un oficio, sino también el espíritu de quienes lo precedieron.
Pero esa vez, al regresar, no traía más que heridas. Su rostro estaba golpeado, cubierto de polvo y lágrimas.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó su padre, don Nicolás, con una voz que mezclaba rabia y desconsuelo.
—Fue don Andrés del Río. Dice que fue porque las cabras entraron a su trigo, pero yo cerré bien las trancas, se salieron, lo juro.
El semblante de don Nicolás se endureció. No era hombre de dejar pasar agravios, y menos si se trataba de su hijo, apenas un niño. Fue directo ante el juez de la villa, don Antonio Fernández Vallejo, y presentó la denuncia con testigos, hechos, y una determinación que no dejaba lugar a dudas sobre el ultraje.
Al día siguiente, Andrés del Río —labrador conocido por su mal genio— fue arrestado por los serenos mientras sembraba, con los dientes bien apretados. En la audiencia, al principio negó todo. Pero presionado por los murmullos del pueblo, acabó confesando: el coraje lo cegó y el atrevimiento del niño al meter las cabras en su amado trigo encendió la chispa.
La audiencia fue un acto público. La gente acudió con ansias y enojo, comentando cada palabra como si aquello fuera teatro. Y entonces algo inesperado ocurrió: don Nicolás, con un corazón más grande que su orgullo, retiró la denuncia. No por temor, sino por compasión.
El juez, sin embargo, mantuvo el orden:
—El perdón no borra la falta —sentenció—. Cien pesos de multa: mitad para la Corona, mitad para esta justicia.
Desde entonces, las cabras aprendieron el camino, los vecinos recordaron que los niños también tienen dignidad, y la justicia, por esta vez, no se dobló ante el escándalo ni la conmiseración. Como toda buena historia en la villa, aquella no se olvidó: simplemente se contaba en voz baja, hasta hoy.
Referencias: Archivo Municipal de Saltillo, Fondo Presidencia Municipal: caja 3, expediente 24, 5 fojas.