Vivir en la memoria: tras la pista de los ‘robavacas’ en la villa de Saltillo

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/ 27 diciembre 2024

En 1680 los denunciantes acudieron ante las autoridades para proteger sus bienes y exigir justicia

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El 15 de junio de 1680, la villa de Saltillo y su pueblo vecino, San Esteban de la Nueva Tlaxcala, se vieron sacudidos por una ola de indignación. Los vecinos, hartos de los constantes robos de ganado, acudieron ante las autoridades con un clamor unánime: la necesidad urgente de proteger sus bienes y exigir justicia.

Los denunciantes describieron con precisión el ingenio y la audacia de los “robavacas”, como les llamaron. Amparados por la oscuridad de la noche, estos bandidos actuaban con inquietante destreza, robando cabezas de ganado para luego venderlas en lugares distantes, como los reales de Mazapil, Sombrerete y el Nuevo Reino de León.

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El lenguaje de los vecinos dejó clara su exasperación: “Es intolerable el descreo con que, sin temor de Dios ni de la justicia, se perpetra este vicio”, expresaron ante las autoridades locales, las cuales no tuvieron más remedio que escuchar a los demandantes, quienes insistían en la necesidad urgente de tomar medidas contra la ola de delitos.

El capitán Diego Flores, alcalde mayor y capitán a guerra, no tardó en reaccionar. Mediante un edicto severo, decretó castigos ejemplares para aquellos responsables de poseer bestias ajenas sin el consentimiento de sus legítimos dueños, y aclaró que los infractores recibirían sanciones conforme a su estatus social.

Así, las penas serían anunciadas “por voz de pregonero”: tras la persecución y captura, los ladrones españoles serían multados con doce pesos, mientras que los “indígenas, mulatos o negros” recibirían cien azotes en la plaza pública [hoy Plaza de Armas], sin eximirles la pena de cárcel, dependiendo de la gravedad del delito.

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Este edicto no sólo pretendía restaurar la confianza en la justicia, sino también enfrentar de manera directa el flagelo de los “robavacas”. Parece que, en 1680, el mayor robo en Saltillo no fue un asunto de joyas ni de oro, ¡sino de ganado! Y mientras algunos se hacían ricos a costa de lo ajeno, la autoridad dejaba claro: ¡la ley se aplica para todos!

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