Marlboro Man: el último gran ícono cowboy arropado por tabaco, masculinidad y soledad

Ícono de la masculinidad invulnerable, el Marlboro Man cabalgó medio siglo vendiendo humo y soledad. Entre vaqueros reales y pulmones quemados, su silueta persiste como mito de un Occidente que aún sueña con fronteras y cigarros encendidos
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El polvo, la llanura interminable, un caballo que relincha mientras la bruma se deshace con la primera calada. Hay algo profundamente humano en esa imagen: un hombre solo en la frontera de la nada, la silueta de su sombrero recortada contra un cielo que parece inventado para que su soledad se vuelva mito. A un costado, una mano áspera encendiendo un cigarro.
De todas las invenciones modernas, pocas fueron tan perfectas en su brutal simpleza como el Marlboro Man.
En 1954, cuando la industria tabacalera olió que sus filtros rosados, pensados para que la barra de labios no manchara el cigarro, ya no seducían a nadie, un puñado de publicistas decidió resolverlo con la forma más vieja de seducción: un hombre sin nadie, un horizonte abierto y la promesa de una libertad que ni siquiera existe. El vaquero. El cowboy. El rugged individualism de la frontera, embalado en cajetilla roja.

La paradoja es tan absurda que uno casi quisiera fumar para entenderla mejor. Marlboro nació femenino: suave como mayo, decían los carteles. Filtros blancos, elegancia de ascensor, un cigarro discreto para la señora moderna.
Pero la modernidad no tiene piedad: cuando la palabra cáncer empezó a arrastrarse por las redacciones de periódicos, el filtro se convirtió en símbolo de miedo. Así que lo transmutaron. Filtro sí, pero rudo. Filtro sí, pero con tierra en las botas. Filtro sí, pero en la boca de un hombre que no necesita a nadie, que doma caballos, que se arrodilla a encender un fuego sin decir palabra.
Robert Norris, primer Marlboro Man, lo entendió antes que nadie. Un vaquero de verdad, capturado en foto junto a John Wayne, fichado por Leo Burnett para ser la carne del mito. Lo encendieron una y otra vez: en vallas, en revistas, en televisión.
Durante doce años fue el cowboy definitivo, siempre con un cigarro a punto de consumirse. Nunca fumó. Terminó renunciando al pensar que todo esto no era un buen ejemplo para sus hijos.
Murió en 2019 a los 90 años, rodeado de sus caballos y de su familia, lejos del hospital, lejos del oxígeno industrial que devoró a otros vaqueros. Porque ahí está la ironía perfecta: Norris fue el rostro de la muerte, pero no su cliente.
Los otros representantes de la marca, el resto de los Marlboro man, sí enfrentaron ese destino. Wayne McLaren, David McLean, Dick Hammer, Eric Lawson fueron vaqueros de alquiler con pulmones entregados a la narrativa del tabaco. El primero se volvió activista cuando el cáncer se le alojó en la garganta; grabó anuncios mostrando sus tubos y su voz gastada.

Nunca se sabrá cuántos niños encendieron su primer Marlboro mirando su silueta de hombre solo cabalgando hacia ningún lugar. Ningún tribunal puede devolver un pulmón quemado.
Marlboro no vendía solo tabaco: vendía una promesa imposible de comprar. Ven a donde está el sabor. Come to Marlboro Country. El cowboy como patria de nadie: sin amigos, sin esposa, sin nadie que le pregunte a qué huele cuando se quita la camisa. El cowboy fumaba para no tener que hablar. La masculinidad perfecta de la época: estoica, autónoma, invulnerable.

Así, entre 1955 y finales de los 90, Marlboro pasó de ser un cigarro marginal de cinco millones de dólares anuales, equivalente al uno por ciento del mercado, a 300 millones millones para 1960. En 1972, se convirtió en el cigarro más vendido de Estados Unidos y nunca soltó ese trono. En 1992, la marca encendía más de 250 mil millones de cigarrillos al año, sosteniendo gran parte de los 400 mil millones que Philip Morris colocaba en todo el planeta.
La marca de este icónico cowboy ya no cabalgaba solo: rugía en la Fórmula 1 con más de cien millones de dólares pintados en autos y aparecía en vallas de más de 80 países, desde Polonia hasta Yakarta.

Decir que el Marlboro Man moldeó el western contemporáneo es una forma de disfrazar lo obvio: la publicidad tomó el mito de la frontera y lo empaquetó en celofán. Ya no era John Wayne disparando en blanco y negro, era un rostro sin nombre que vendía virilidad por suscripción mensual. Cada calada era un dólar, cada exhalación, un contrato. El cowboy de Marlboro nunca disparó un arma: le bastó con sostener un fósforo.
Cuando lo prohibieron en televisión, se mudó a las carreteras: vallas enormes, horizontes de cartón piedra. Un vaquero mirándote desde el atardecer, invitándote a encender el corazón del desierto en tu garganta. No importaba si estabas en Chicago, Buenos Aires o Yakarta: siempre había un Marlboro Country, un espacio mental donde ser cowboy era cuestión de encender y tragar.

Y sin embargo, algo de él sobrevivió. Warhol lo convirtió en ícono pop, Richard Prince lo enmarcó como arte conceptual: la copia de la copia, la belleza del plagio publicitario elevado a pregunta estética.
Hoy los analistas de publicidad estudian la campaña como se estudia un animal extinto: fascinados, incrédulos. El último gran héroe de una era donde se podía vender cáncer envuelto en heroísmo. Cuando la ley cercó a las tabacaleras, el cowboy desapareció de las autopistas, pero no del imaginario. Sigue allí, reciclado en series de televisión, en memes, en camisetas retro, en el whisky que promete la misma rudeza sin filtro.
Tal vez por eso su muerte es tan lenta. Porque algo del Marlboro Man habita en cada pulsión de soledad que convierte al vaquero en símbolo. La cultura western contemporánea vive de retazos de su silueta: el sombrero, la fogata, la carretera sin destino. Todos jugamos a ser cowboys, aunque nadie sepa ensillar. Y en esa imitación, chicos y grandes simulaban darle un toque al cigarro o lo hacían de verdad.
Nadie va a devolvernos los pulmones. Tampoco la inocencia. Hoy vemos su sonrisa deslavada en carteles de segunda mano, en bares de carretera, en películas que le rinden homenaje disfrazándolo de antihéroe desencantado. Y seguimos pensando que, en el fondo, encender un cigarro es encender un mito. Un ritual de frontera: quemar algo para demostrar que algo se puede consumir sin temerle al fuego.
Quizá por eso, cuando uno los ojos y escucha esa música de western, todavía una silueta se dibuja en la mente. Un hombre solo. Un caballo quieto. Un fósforo encendido. Un mito que arde en la boca, aunque no lo fumemos.